La tolerancia es un término flexible y exclusivo, al tiempo que selectivo, es decir, se les otorga a unos para sus ideas y actitudes y se les niega a otros y a cualquiera que piensa de manera diferente. Los mismos héroes de ayer que luchaban por la libertad y la igualdad son los que hoy llaman a la censura y al control excesivo de todo aquel que vaya en contra de sus postulados. Se silencian voces contrarias, en este caso, en cuanto a las políticas de vacunación; se impide el sano ejercicio intelectual de la crítica y de la réplica, por más sólidos que sean sus argumentos. Vemos cómo el fanatismo, el dogma, y sobre todo, la opinión única prosperan frente a la flexibilidad intelectual y libre opinión. Se toman en consideración tan solo ideas de científicos e intelectuales que están en total acuerdo con las consignas e ideas impuestas por el Estado. Nos referimos a los voceros del poder, a quienes se le atribuyen el derecho de guiar a la ciudadanía mediante programas televisivos, entrevistas, publicaciones de libros… Sus escritos, como son de esperar, se basan en ideas de otros. Podemos considerarlos como redactores de otro (el poder): no crean, si no que corean lo que se les pide.
Dentro de estos intelectuales están también los que no se creen ni una palabra, pero prefieren optar por la ceguera voluntaria y seguir las órdenes impuestas. La necesidad tiene cara de perro. Es tan así que muchos intelectuales no ven salidas sin aplaudirle al Estado. Triste pero real. Todo esto nos debería preocupar, y tanto, porque estamos presenciando la muerte del otro que piensa diferente; es más, prospera el pensamiento único y unidireccional, y poco flexible, todo en pro de un Estado terapéutico, o más bien profundo, cuyo poder blando es más letal que lo que la mayoría creemos.
Los procesos que el Estado sigue para domar a sus ciudadanos son bastante simples y sencillos: crear una falsa alarma, infundir miedo desmesurado, victimizarnos y hacernos sentir necesitados de la mano divina del Estado. Es un proceso basado en idiotizar a las personas, un ejercicio frecuente y eficaz, ya que no solo nos imponen ideas, ideologías, leyes y normas, sino que van más allá y nos responsabilizan, como ciudadanos, de los sucesos negativos que pueden suceder. Su finalidad es hacernos creer en nuestra incapacidad para vivir, y debemos estar en constante alerta porque en cualquier momento podemos ser responsables directos de algún tipo de infracción. Ejemplo de esto es la represión que se ejerce sobre el pensamiento alternativo, contrario, pero no descabellado, o sobre cualquier opinión que no casa con la idea hegemónica, está condenada al repudio, exenta de derechos y es, automáticamente, deslegitimada. Porque, si algo ha hecho bien el Estado moderno, es la apropiación del pensamiento, del cuerpo e incluso del alma de las personas.
El Estado actual sustituye a la figura paterna, pero a la vez autoritaria. Monopoliza las ideas para favorecer a una miserable ideología política y a un reducido grupo social. Todo ocurre a merced de nuestro pasotismo, de nuestra banalidad y gracias a que cedemos y otorgamos pleno derecho y poder a ideologías y a partidos políticos anticuados, a sistemas de gobierno, cuanto menos, oportunistas. En vez de buscar la unidad del grupo social, optamos por formar parte del gobierno, ya fortalecido por el poder económico multinacional, una elección un tanto artificial, por no decir, absurda, porque simplemente, perdemos en calidad de vida, perdemos en derechos y libertades, perdemos como sociedad y, en última instancia, perdemos como humanos. Otorgar tu vida al completo, aunque inconscientemente, al Estado, es volver a ponerse las cadenas de la esclavitud, moderna, tecnológica, quizá seductora pero mucho más sofisticada. Aquí no termina la cosa, sino que, aparte de seguir ciegamente las órdenes de un Estado oportunista, hemos llegado a practicar la autocensura, de tal modo, que vivimos en constante conflicto personal e ideológico, donde los principios entran en un laberinto interminable. Es como pensar en voz baja una cosa y decir en voz alta otra totalmente, incoherente. Fíjense hasta qué punto hemos podido llegar, que ya no solo somos contradictorios -una práctica habitual y normal en el ser humano-, sino estamos siendo incoherentes, precisamente porque nuestros `yoes´ están en un conflicto moral y de principios.
Hemos perdido la confianza en la sociedad, hemos permitido que trafiquen con nuestra sensibilidad, nuestros valores, y lo que más hemos aceptado es la fragmentación: se ha fracturado la sociedad, se han diluido los derechos, y en lugar de disponer de más libertad e igualdad, disponemos de lemas políticos populistas, y rescatamos el sentimiento de odio hacia el otro, ajeno y vulnerable.
Una sociedad fraccionada en un sinfín de identidades es ventajosa para el Estado, que no duda en victimizarnos, y así hacernos sentir una cierta disfunción psicológica y emocional, problematizando la infancia, los derechos de la mujer, el matrimonio, entre otras cosas, y el único que puede paliar todos estos males es el Estado, que se otorga el pleno derecho de intervenir en la vida privada de las personas: de este modo, el Estado se convierte en un hábil psiquiatra, protector de la salud mental de la sociedad. Y si alguien se resiste a afiliarse con el Estado, descuidad, que terminará por hacerlo, consciente o inconscientemente. Para ello están las guerras, el terrorismo, o como estamos viendo, las pandemias.